Edén
Un día, estaba acompañando a un amigo a sacarse una muela que se le infectó y el hueso le sacaba pus y la encía era morada-azulada. Esa carne blandita debajo de la muela le ardía como si tuviese un hierro caliente, como esos para marcar vacas, en el interior de su boca. Se pegaba unos hielos envueltos en servilletas y puteaba sin cerrar totalmente la boca. Emitía un quejido en brasas. Un lamento de dolor que no soportaba. El carro de mi amigo llegó lento al parqueadero del centro comercial. Escupía sangre y le dije que me apretara la mano para distraer el dolor y pensar en otra cosa. Empecé a pensar en una estructura abstracta de su grito, letras encorvadas, pegadas al ombligo de sí mismas. Las letras aruñadas en papel de lija imitando el dolor de muela de mi amigo. Las bocas de las letras aspiraban lágrimas negras, y cuando todos en conjunto (letras-amigo-cuerpo-flujo temporal-hueso encallado con taladro de gusano pujando para abajo) presionaban sus párpados con la fuerza y la determinación de que el dolor anula al dolor. Las curvas de un témpano en el espíritu pueden ahogar el ardor.
Las letras observaban patrones de semicírculos apretándose los ojos con las manos.
Los semicírculos o las figuras de marco dorado, geometrías y telares repetidos que se encaramaban en tendencia asociativa de exterior paralela al sufrimiento, y también eran otras letras.
Las letras le decían que ya casi. Que está en el segundo piso. La tienda objetivo o boca-bálsamo para arropar la muela, escondida, junto a la tienda de vidrios templados y el islote P-12 donde dos peladas en jean levantacola hacen girar una ruleta para que el cliente participe por una semana en el Zuana Beach Resort de Santa Marta con todo incluido.
Ahí, los cuerpos se acompañan a sí mismos en oposiciones visuales que espantan y se aposentan. Los cuerpos sin ser determinados de todos los que transitan por los pasillos y se acomodan por repetición de fantasma. Escuchan. Peregrinan por los planos opuestos de la carne en el telón caído de capa oscura; y ahí, pendiente con un sentido lateral de lo que sobra, y con un código aparente que silba por espacios silenciosos, en un palo sujeto por una puntilla de tablero de corcho, que aprieta como prótesis dental de marfíl.
Ahí.
Una tienda suspendida por la inacción de un grito trabado en el parlante, baja su persiana metálica y pega un letrero con gráficas rojas. El letrero anuncia descuentos para ortodoncias trans-lineales. Anuncia cuarenta por ciento de descuento en el segundo pollo frito. Ese brillo se esparce en una nueva bolsa contenedora de pedazos de carne. Los pedazos se acomodan en una escala heredada de carga y exposición. Los pulsos del interior de la muela aplacan a un plano imaginable, que se divide en puntos cardinales. El plano, bien podría ser un centro comercial.
Los vaporizadores y los bonsáis de revista que absorben humos presurosos con luces neón. Camisetas con caritas tiernas de muñecos coreanos. Nos dicen que lo que le hace falta a mi amigo es probar un bálsamo con CBD y gotas de caléndula y lavanda, fórmula kogui de pancarta “SOMOS LA NATURALEZA, PROCESOS RESPETUOSOS CON EL MEDIO AMBIENTE Y TU BIENESTAR” para lavarse con sus manos de crema y vaselina una fotografía invisible, un apagón anterior a las luces que pasa por el acontecimiento de piedras amarradas en una cadera. Esos pesos adheridos al centro de la estabilidad, que arrastran un sólido longitudinal y ponen presión libre hacia abajo, que tiran y tiran (apertura) profundo (como el gusano invisible taladrando la boca), que almacenando una molécula primaria de CBD, la que alivia, el borra y que borra y todo estará bien sin un paracaídas o una cortina que se enrolla como toga romana para tapar las partes vulnerables.
No encontramos la tienda.
Odio este centro comercial. Siempre es lo mismo con todos. Qué pendejada. La repetición sobre un lagarto o ese mar de moscas que se pegan siempre a los bananos en mi cocina. Y yo jamás he diferenciado una mosca de otra de una y otra que cumplen una cifra y sujetan un carné identitario sujeto por gafete de oficinista a sus cuellos. Son numeración de agente de tránsito, de acción repetida en un cristal sobre el agua, suspendido encima de una piscina turquesa, el balneario abandonado como cuenco de iris.
Una mosca alternando entre la papaya blanca, mierda de perro y el vértice del banano pecoso. La punta de su codo afilado en el retazo que quedó del ramo. Aquí. Este centro comercial que inauguró Sarmiento Angulo y quería que fuese “El gran referente del occidente” ahora es como un inmenso Paga Todo; un colmado de piedras e hilos rotos gigantes donde solo se pasean los viejitos, los desocupados, yo que estoy desempleado, y gente transitoria que necesita las tiendas inmensas para resolver necesidades inmediatas y nunca hacen mercados grandes, ni pasan acá todo el día, y jamás compran neveras, lavadoras, un KIA picanto y un colchón “EURO DELIGHT”; como sugiere toda la publicidad. Odio la repetición de luces y patrones metálicos. De baldosa, plástico y madera. Cortinas en aleaciones de materiales que aún no distingo, pero se prestan, infinitos, ajenos a toda singularidad. Podría ir al Sam Brayaram Ti en Yakarta y sería lo mismo que este centro comercial.
Jamás he ido a Yakarta.
Tampoco sé si en indonesio existen esas palabras.
Pero es un laberinto liminal, ahogando un brillo de letras y escapes repetidos para distraer la mente del ardor, la encía morada, mi amigo sorbiendo las lágrimas sin encontrar la tienda.
El único dentista tan poco serio que tiene su consultorio en una pasarela fantasma. Que compite por servicios médicos en un centro comercial y saca las muelas y las encías cortadas en bolsas rojas que olfatean los perros. Las ayudantes del dentista ponen una emisora romántica en la radio del consultorio y le dedican una canción de Romeo Santos a sus novios. Los quistes y las rocas de calcio que son cálculos apelmazándose en el fondo de las gavetas que se escalan y dividen. Se reparte el cuerpo en una cadena de prioridades o barcos somníferos de opiáceos en drogas amarillas. Sus hijas con ombligueras se toman fotos en la plazoleta de comidas.
Un diagrama de los espíritus sucios que se almacenan en las palabras (la pantalla que repica su emisión de rayos blancos sobre la carne, que compacta los hilos al derretir su fibra y sobrepone capas y capas de cortes chamuscados) y el zumbido de los carros a pocos centímetros de las bolsas. Los insectos grandes con palos incrustados en sus piernas, poco a poco desmontando la montaña, piedra a piedra, de su caída en un ombligo de grúas y camiones sin placas. De pequeñas-grandes orugas apartando los granos del grumo grande.
Imagino la carie de mi amigo. El taladro lateral en su boca.
Llegamos, al fin. Estaba abajo del KFC. Una señora exprime el trapeador en una cubeta amarilla.
Mi amigo: soputabidaya onde stá eso parceme arde arde ya yaya no más.
Y quisiera decirle que una gota podría levantar la membrana luminosa, la pátina irreal de este centro comercial igual a otros. Ese corte de luz por bajada en ángulo obtuso a través de los cristales con mierda de paloma en el techo. Ese lunar de papel que mi amigo sujeta en mano izquierda (la factura del parqueadero) atrapado y amarrado en una melaza agria imposible de entonar: Es fácil, pero se me va la lengua al cachete interior, bajo a mi muela, la encía está bien. Me pasé la seda dental esta mañana, en mi casa. Un cubo de hielo derretido empapa el cuello, y los poros rojos de mi amigo suben y bajan los granos de lo que atrapa. Es mosca en espirales por las columnas, las vigas de cartón entre los aires acondicionados; la cámara de gas de los vaporizadores y los bonsáis.
Mi amigo terminó sacándose la muela él sólo en el parqueadero del centro comercial. Se desmayó del dolor.
Yo compré un bonsái.
Se murió a la semana.
Abecedario y ablación del ruido
Le agradezco a la dimensión de la tierra, a la melodía de las alarmas en la calle, por cerrarme el cuerpo de la forma más cariñosa, humanitaria, con la calma de una palma que devora su ombligo. Me acuesto y me levanto sabiendo que me habita la pulsación de una espalda gigante. La espalda, es la cresta de la palabra que siempre he repetido. El espacio, ahí, entre cada letra que se aposenta en su lugar profético, a sabiendas de que les cortaré el pelo y las cabezas, que me tomaré una fotografía en soledad con mi cuerpo desnudo, que siempre se abrirán las ventosas de unos ojos cóncavos y ahí nadie me dirá que entiende mi sentimiento.
Sabré poner decoraciones a los muebles. Sabré mirar la belleza sin tocarla. Sabré dejar que me toquen los que no me conocen. Y da lo mismo. Y sólo me importa que siempre alumbre en mí la mirada que aleja la narrativa de la imagen, en la esquina de mi córnea. Cerraré mi cuerpo a un témpano de mandíbulas abiertas y masticaré, con gente sorda y sin dientes, la bolsa plástica de las excusas. Meteré la lengua y me pondré a pedir disculpas por el gusano gigante que sale de mi boca. Por las veces en que fantaseé con romper la barriga de los perros, por los días en que le robé un vestido de baño a una niña y otro en que me masturbé sobre unos calzones anaranjados. Aún en los días míos, cuando me ponga horizontal y recuerde y olvide las percepciones de la vida distante, aún cuando las personas que me quisieron se alejen para siempre en una mueca de miedo, aún cuando corran de mí las mujeres y los animales, porque sé que habita el pánico en las uñas de sus secuencias, sabré que me puse al frente de mi propia armadura y que amé la carne, así como amé mi posición de piedras en el horizonte.
Algún día me colocaré sobre un estanque gigante. Saltaré al vacío y nadaré en solitario mirando las luces que crecen, ardientes, hasta las nubes de polvo. Veo el agujero en el centro inferior y sé que el golpe es la matriz de la letra. Veo el ano y sé que se sumergen los dinosaurios envueltos en vergüenza. Veo a las mujeres saliendo de los postes, hacia los lados, con palos de balso y maracas destripadas. Algunas saben que el deseo es una abstracción máxima de las obsesiones de sus ojos. Miro y sé que masticarán bolas de tierra y se masturbarán con las raíces de los árboles. Incluso algunas se meterán cables por el culo y se tomarán fotos empaladas por un grito que ya no saben repetir más. Algunas veces, pongo tres paneles de cartón entre un círculo de fuego. Algunas veces me contengo de escribir lo que quiero, porque pienso en la mirada penitente de sus ojos con hormigas y escarcha. Algunos días me masturbo viendo papeles de hueso, porque me da miedo otro castigo a la inercia de las líneas rectas.
En mí habita el huevo. Y no es la roca grande de un bebote calvo y llorón. Y no es el laberinto de carnes y elefantes rosados. Y se llama en una sola sílaba con sus dientes que mastican sus manos. Sin ser tibio. Sin la castración quirúrgica de la culpa. Sabe usar las manos y sabe sacar su lengua blanca, atrás, en el último puesto del salón.
El huevo que implantó Clarice en las semillas y las ventosas de un vientre en silencio. El huevo que come y vuela las matrices y los diagramas abstractos, de esos infinitos compilados de letras. Todos. Esos que ansían alejar la muerte de la guerra sensorial. Los que se atragantan con buenas intenciones de balso y posiciones de viento, queriendo somatizar las olas con la negación. Aún se puede distinguir una bola roja y oscura como el planeta de la estridencia en el ombligo. Y más abajo un puño ancestral, cabalgante de su islote bidimensional. Arriba. Afilado. Delimitante como las líneas, delimitante como el espacio
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